Una tercera parte de los 534 árboles plantados a lo largo del río Parral, que son el pulmón más importante de la ciudad, están enfermos o a punto de secarse. El fruticultor Gonzalo Lugo considera que la situación de 160 ejemplares, en su mayoría álamos canadienses, es alarmante porque fueron infectados por el hongo de la pudrición texana que amenaza con extenderse. Al respecto, el gobierno municipal informó que ya está trabajando en un tratamiento para rescatarlos.
El sol apenas despuntaba en el horizonte cuando se realizó el recorrido a lo largo del río Parral, desde el Puente Negro en la colonia Los Carrizos hasta el Puente 15 de Mayo en la colonia Talleres. La brisa matutina no lograba disimular el aire de tristeza que impregnaba el ambiente. Los álamos canadienses, que alguna vez se alzaron majestuosos, ahora se presentan como sombras de su antiguo esplendor, con ramas desnudas y hojas marchitas que cuelgan como lamentos silenciosos.
De los 534 árboles que flanquean el cauce, 160 estaban ya enfermos o muertos. 82 mostraban síntomas: follaje raquítico, ramas secas, cortezas agrietadas. 78, en cambio, eran apenas fantasmas de madera, sin vida alguna, consumidos totalmente por la pudrición texana.
La naturaleza, en su infinita sabiduría, parece resistirse a la muerte. Algunos árboles, aunque enfermos, muestran brotes verdes, pequeños destellos de vida que claman por ayuda. Es un espectáculo conmovedor: árboles que, a pesar de estar heridos de muerte, luchan por sobrevivir, por aferrarse a la existencia en un entorno que les es cada vez más hostil.
Y sin embargo, allí estaban. En silencio. Con su dignidad en ruinas, pero de pie. Inmóviles, sí, como si supieran que el tiempo no les pertenece y que la muerte, esa enfermedad sin retorno, los ha abrazado ya, uno por uno, con su aliento invisible. No gritan, no se quejan, pero se expresan en su lenguaje de hojas raquíticas y cortezas partidas, mostrando el desgarramiento de la vida que se les escapa. Árboles moribundos que luchan aún. Porque la naturaleza es así: tenaz, obstinada, más humana que el humano mismo.
Y sin embargo, algo se movía en ellos. Un suspiro. Una vibración mínima. Los más enfermos, los más heridos, parecían lanzar un último aliento hacia el cielo. Algunos brotaban hojas como si quisieran decir: “Estoy aquí. No me he rendido”. Pero no era un follaje exuberante ni verde ni fuerte: era pálido, escaso, un lamento vegetal que rozaba lo patético. Como si cada hoja fuera una lágrima y cada rama un grito silencioso.
No es posible mirar a un árbol morir sin sentir un estremecimiento en el pecho. Y menos cuando uno camina por entre ellos como quien se interna en un hospital de agonizantes. Uno a uno, con sus costillas vegetales expuestas, con sus copas flacas como ancianos con hambre. No había viento, pero el aire olía a derrota. A resignación.