Ya eran las once pasaditas de la media y el sueño del feminismo mexicano se logró por vez primera en grado insuperable: había llegado —por fin—una mujer a la presidencia de la República. Alguien propuso romper un reloj con fechador y todo para marcar hacia la eternidad el instante preciso. Nadie lo hizo.
“Prometo guardar y hacer guardar la Constitución…” comenzó la presidenta su juramento todavía sin la banda tricolor en el cuerpo —vestido color marfil, bordado: cabellera recogida sobre la nuca, cuello esbelto—, y bajo el alto techo de la Cámara de Diputados, y con las palabras se hizo un silencio reverencial, cuya duración sería como un simple parpadeo en el ojo de la mañana.
Bajo las luces circulares de leds de alta intensidad, desde la techumbre, donde hace algunos años había un gigantesco y arácnido candil de dimensiones imperiales tan falso en su fulgor como sus diamantes de vidrio, el grito no se hizo esperar y pronto se volvió coro y al final casi charanga: ¡Presidenta, presidenta!
Pero resulta sencillo explicarse la nueva iluminación, si se hace a la luz del feminismo: no podría seguir colgado del techo un candil de cristal cuando hasta el techo de cristal ya ha sido roto y roto para siempre, como dijo en su momento la señora presidente (con E) de la Suprema Corte de Justicia, Norma Piña, a quien se le mira confinada, como excluida entre tantos devotos del presidente saliente con quien rompió lanzas y sufrió ataques, censura y acusaciones desde aquella tarde cuando no quiso levantarse en el acto de pleitesía al hombre a quien hoy Sergio Gutiérrez Luna, vicepresidente de la mesa directiva, llama simplemente ciudadano y para cuya recepción les pide a los diputados y diputadas de la comisión de cortesía, salir a la explanada del Palacio Legislativo y ofrecerle la bienvenida en este último acto público de su carrera política, según ha dicho ante el escepticismo de quienes lo conocen y más aún de quienes no lo conocen.